Travesía hacia las tierras de @Groncho

05.05.2020 a las 23:59 hs 340 0

Otra noche, recibí un llamado de mi profesor de batería Jorge Orlando. Su propuesta, insólita aunque no menos interesante, era la de reemplazarlo en la boîte del barco Ciudad de Mar del Plata II. Al parecer, noche por medio, la vetusta embarcación hacía el recorrido Buenos Aires-Montevideo en ocho horas, a catorce nudos de velocidad.



Tres días después me presenté en Vuelta de Rocha, en el barrio de La Boca, sobre el Riachuelo, desde donde íbamos a zarpar. “El repertorio es simple, bossa nova o swing muy suave, con escobillas, en trío de órgano, contrabajo y batería”, me había aclarado Jorge.


Crucé la escotilla desde el empedrado de la avenida Pedro de Mendoza con mi bolsa de platillos y le dije mi nombre a uno que pareció de la tripulación. El asunto arrancó bien:“Sí, sí, me avisaron que venía uno nuevo.


Tomá estas llaves, son de tu camarote, el número 29, en la primera planta. Tenés documentos, ¿no? ¿Trajiste el permiso de menor? Aprovechá y comé algo del catering, ahí en la mesa grande del salón, antes de que entren los pasajeros”.


Había jamón crudo y palmitos, ¡Todo un lujo! El “crucero” no tenía demasiado de turístico. capturaba un rejunte de empresarios borrachines, dudosos “ejecutivos” o parejas de las llamadas “trampa” en busca de libertades extramatrimoniales.



Di algunas vueltas por la cubierta, de proa a popa, trepando escalerillas y atravesando estrechos pasillos de piso de madera y cientos de puertas con ventanillas de ojo de buey y tuberías, respirando un olor muy particular.


Llegaron los dos restantes músicos, ya al tanto de mi reemplazo. Al darle la mano al organista y director, me asusté. Su piel aparentaba no haber tenido jamás contacto con el sol, como si hubiese salido recién de un ataúd. ¡Parecía Béla Lugosi!



Se llamaba Néstor Dalmao y vestía traje marrón con camisa negra. La expresión de su rostro era como la de dos segundos después de haber recibido una mala noticia.



Nos acodamos uno al lado del otro y conversamos sobre la borda del navío a punto de zarpar, perdiendo la mirada en la lejanía del Riachuelo y sus dos enigmáticos puentes metálicos.


Emblema del pesimismo, Néstor acotó de repente: “Mirá, pibe. El matrimonio está bien para los primeros cinco años, no más que eso... cuando seas grande me vas a entender”. ¡Vaya estímulo para los románticos!


Ni siquiera habría tiempo para ensayar, aunque Néstor no se mostró preocupado en absoluto. La situación era del estilo “¿Conocés ‘Summertime’?” o “Seguime suavecito y vamos viendo sobre la marcha cada pieza”.



El movimiento del Ciudad de Mar del Plata II al cruzar el río era tal que tuve que armar los tambores orientados en la dirección que llevábamos. Al menos así no quedaría inclinado hacia un costado.



Los platillos tenían un constante ondular e íbamos dando cabeceos obligados hacia atrás y adelante, algo simpático durante la primera media hora e irritante a partir del minuto treinta y uno.


Tras ejecutar algo de ese “repertorio internacional”, ante la mínima atención de tres acarameladas parejas, el tal Dalmao dijo “me voy a dormir” y huyó hacia su camarote-ataúd antes de que pudiésemos responderle algo.



El contrabajista era de aire ausente. No intercambiamos una palabra, ni siquiera en la cena previa a la breve actuación. incluso dudé sobre si se habría tratado de una aparición fantasma y en realidad habría tocado a dúo con Nosferatu.


Pasé parte de la noche cavilando ante la luna casi llena, con mis codos sobre la baranda, embelesado ante la inmensidad del Río de la Plata y sus misteriosos reflejos nocturnos. Luego, entré al camarote, leí un rato un libro de Ernesto Sabato que había llevado y dormí de un tirón hasta llegar al puerto.




Tendríamos dos días libres antes del regreso y, desde el puerto montevideano, se podía observar ese mundo marginal, noctámbulo y fascinante de marineros de todas las lenguas. Con Béla Lugosi y un par de empleados de aire aburrido fuimos recorriendo sórdidas whiskerías y clubs de luces rojas y anclas decorativas por esas callejuelas de adoquines desparejos. Yo no bebía, pero me daba curiosidad el ambiente, aunque era bastante triste.


La prostitución, especialmente sobre la arteria Juan Carlos Gómez, era explícita y declarada. Asomaban chicas de cada puerta y el deambular de pseudoclientes era constante.




La película ya no era en plan Herzog sino como "Querelle" de Fassbinder. Esa visión de uniformes raídos, alternadoras de baja monta, vasos y besos y hombres sin dientes, con botellas que pasaban de mano en mano, se hizo habitual en las semanas siguientes, con el incesante ir y venir entre las dos costas.




Mientras, seguía soñando con encontrar un lugarcito en el mundillo roquero...





                                    Autor:  FERNANDO SAMALEA (menos el titulo... claro)





GRACIAS POR PASAR!!!!!!





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Comentarios (18)


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