Herida en la mente.

23.05.2020 a las 14:07 hs 275 1



Las heridas más profundas no las hacen los cuchillos. Las hacen las palabras, las mentiras, las ausencias y las falsedades. Son heridas que no se ven en la piel, pero que duelen, que sangran, porque están hechas de lágrimas tristes, de esas que se derraman en privado y en callada amargura…

Quien ha sido herido navega durante un tiempo a la deriva. Más tarde, cuando el tiempo cose un poco esas fracturas, la persona se da cuenta de algo. Percibe que ha cambiado, aún se siente vulnerable, y a veces comete el peor error posible: crear una férrea barrera de autoprotección. En ella, clava la desconfianza, a instantes el filo de la rabia e incluso la alambrada del rencor. Mecanismos de defensa con los que evitar ser lastimados una vez más.


Propiciar de nuevo esa unión es algo que nadie podrá llevarlo a cabo por nosotros. Es un acto de delicada soledad que haremos casi a modo de iniciación. Sólo quien logra enfrentarse al demonio de sus traumas con valentía y decisión consigue salir airoso de ese bosque de espinas envenenadas. Aunque eso sí, la persona que emerge de este escenario hostil ya no volverá a ser la misma.

El bálsamo del alma herida es el equilibrio. Es poder dar el paso hacia la aceptación para liberar todo lo que pesa, todo lo que duele. Es cambiar esa piel frágil y herida por una más dura y más hermosa que arrope ese corazón cansado de pasar frío. Ahora bien, hay que tener en cuenta que existen muchas raíces subterráneas que siguen alimentando la raíz del dolor. Ramificaciones que lejos de drenar la herida, la alimentan.


Odiar nuestra vulnerabilidad es, por ejemplo, uno de esos nutrientes. Hay quien la niega, quien reacciona frente a esta aparente debilidad. Vivimos en una sociedad que nos prohíbe ser vulnerables.


Sin embargo, un bálsamo para la mente herida es aceptar sus partes más frágiles, sabiéndonos heridos pero merecedores de encontrar la tranquilidad, la felicidad. Lo importante es querernos lo suficiente para aceptar esas partes rotas sin rencores. Sin convertirnos en renegados del afecto propio y ajeno.


Otra raíz que alimenta nuestra mente herida es la carcoma del resentimiento. Lo creamos o no esta emoción tiende a “intoxicar” nuestro cerebro hasta el punto de cambiar nuestros esquemas de pensamiento. El rencor prolongado cambia nuestra visión de la vida y de las personas. Nadie puede hallar bálsamo alguno en el interior de esta jaula personal.


Todos arrastramos nuestras partes rotas. Nuestras piezas perdidas en esos rompecabezas que no llegaron a completarse. Una infancia traumática, una relación afectiva dolorosa, la pérdida de un ser querido… Día a día nos cruzamos los unos con los otros sin percibir esas heridas invisibles. Las batallas personales que cada uno ha librado perfilan lo que somos ahora. Hacerlo con valentía y dignidad, nos ennoblece. Nos hace ante nuestros ojos, criaturas mucho más hermosas.


Hemos de ser capaces de reencontrarnos. Los rincones quebrados de nuestro interior nos alejan por completo de ese esqueleto interno donde se sustentaba nuestra identidad. Nuestra valía, nuestro autoconcepto. Somos como almas difuminadas que no se reconocen al espejo o que se convencen a sí mismas de que ya no merecen amar o ser amadas de nuevo.


Para lograrlo, hemos de ser capaces de evitar que nuestros pensamientos se conviertan en ese martillo que, una y otra vez, golpea el mismo clavo. Poco a poco el agujero será más grande.Frenar los pensamientos recurrentes de angustia, rencor o culpa es sin duda el primer paso. Asimismo, es conveniente también focalizar toda nuestra atención en el mañana
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Valeria Sabater.
Imágenes cortesía Miho Hirano.




Dalia

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