La cárcel uruguaya de la que nadie quiere fugarse

10.01.2016 a las 02:33 hs 698 0

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Un presidio inaugurado en 2011, con amplios espacios al aire libre y pocos de encierro, propone un esquema punitivo diferente, que hasta el momento demostró ser eficaz: tiene 2,7% de reincidencia.



El cielo es de plomo. Pese a la baja temperatura, la plaza central no detiene su marcha. Allí se cruzan Julio, Fabián, Damián y Ricardo, quien apura el tranco para compensar el retraso. Se saludan, trenzan comentarios de ocasión, comparten sonrisas. Son las ocho treinta: hora de trabajar.

—Le decimos Avenida 18 de Julio –introduce Damián, irónico.

De una y otra parte de este largo camino de tierra, se levantan las persianas de los comercios: la rotisería de Damián, la peluquería de Martín, el almacén de Arturo y Antonio, la confitería –a esta altura legendaria– de Fabián. Todos presentes en una arteria comercial como cualquier otra. Si no fuera porque los dueños y empleados son presos. Estamos en el centro de detención de Punta de Rieles. A unos 15 kilómetros de Montevideo, las torres de vigilancia del complejo carcelario se elevan sobre el llano. Un simple alambrado abraza el predio de la cárcel. En el centro, un imponente edificio de ladrillos desentona con el resto, único legado del centro de detención de mujeres que estaba aquí durante la dictadura uruguaya.

Pero pasados los controles de seguridad, los estigmas de la prisión van desapareciendo. “La idea es que la prisión se parezca al máximo al mundo exterior”, explica Luis Parodi, director del penal. Al recorrer las cinco calles de tierra de este insólito pueblo, se pueden cruzar un caballo en libertad, algunos chanchos y perros adoptados por los mismos presos.


El único requisito indispensable para poder ingresar a este penal es comprometerse a trabajar o estudiar. La motivación va más allá del sueldo que cobran: cada dos días de trabajo o estudio descuentan un día de detención.

Presos emprendedores. A dos cuadras de la plaza central, la zona industrial de la cárcel se extiende, separada de los campos vecinos por un alambrado que se confunde con el horizonte. Mate en mano, Julio deambula por entre sus obreros. Da algunas indicaciones, alimenta el espíritu de la tropa. Las palas cargan el cemento y la soldadora escupe chispas. El viento frío se ha intensificado y pincha los pómulos hasta ruborizarlos. Pero nadie ha dejado de asistir al trabajo hoy: todos en sus puestos, dando cuerda a la maquinaria. Un camión llega para llevarse dos mil bloques de cemento, pedido de una cooperativa uruguaya para la construcción de un nuevo barrio.

Aquí, en Punta de Rieles, Julio comenzó con su empresa cuatro años atrás, cuando abrió sus puertas el complejo. Tiene la sonrisa amplia y perlas de orgullo brotan de sus ojos cuando repasa, triunfal, los costosos equipos que ha incorporado a su bloquera. Recuerda que antes de fabricar su primer bloque, no conocía nada del oficio. Ya hacía más de diez años que vivía encarcelado. Ni sabía usar la computadora donde ahora tiene toda su contabilidad.


Julio habla de su vida pasada: “Sí, vendí cocaína, aunque muy poco”. Sus cañones apuntaron sobre todo a robos de bancos y secuestros: “Siempre a los ricos, jamás a los trabajadores”, aclara como si se tratase de un Robin Hood rioplatense. Le gusta narrar el día que su madre lo visitó y se encontró con su empresa montada, en funcionamiento y rentable. “Mi familia no puede creer cuánto cambié. Ni yo tampoco a veces”, dice, con un ojo siempre mirando hacia su celular por si llamara uno de sus numerosos clientes.
Julio no es el único emprendedor de la cárcel. Gracias a una retención sobre las ventas de todos los comercios que cuenta Punta de Rieles, un Banco Solidario otorga préstamos para empezar una nueva actividad. Así, en solamente cuatro años, nacieron más de veinte empresas dirigidas por presos o ex presos, generando empleos para los otros. “El trabajo permite tener la cabeza ocupada y cuando volvemos a nuestras celdas, a la tarde, nos dormimos enseguida”, explica Matías, empleado de la confitería. Es más, en muchos casos, el trabajo rehabilita estos hombres frente a sus familias.

Una organización civil de la cárcel. En Punta de Rieles viven cerca de 500 detenidos, todos hombres. Para encuadrarlos, un centenar de celadores civiles y sin armas, principalmente mujeres, se relevan día y noche. La mayoría de ellos jamás había trabajado en el ámbito carcelario. Como Lourdes, de 35 años, que ejercía su profesión de psicóloga en un consultorio privado.


Admite que se sorprendió al principio. “No pensaba tener que estar en contacto directo con los detenidos”. A pesar de estar rodeada por criminales, Lourdes afirma no tener miedo. “Hay que saber quedarse en su lugar. Si uno de ellos sobrepasa los límites, o nos agrede, son los otros quienes lo detienen”.

“Las celadoras son una presencia que nos protege y nos tranquiliza. La relación es muy distinta de la que tenemos con los policías; ellos nos tratan como animales”, asegura uno de ellos. En Punta de Rieles, la Policía interviene sólo en las escasas situaciones de emergencia.

La rutina como meta. En las barracas que albergan las celdas, la cumbia a todo volumen y las risas se entrelazan para conformar una atmósfera que se asemeja más a un recreo en un internado para adolescentes difíciles, que el impasse de rutina del quehacer carcelario. Aquí, las puertas de los dormitorios permanecen abiertas, días y noches. El compañerismo se teje alrededor de partidas en la PlayStation. El contacto con sus familias se mantiene gracias al uso totalmente libre del celular. Poco a poco, los reos que en este penal modelo ríen y juegan, procesan la violencia desmedida y los tratamientos humillantes recibidos durante sus largos recorridos carcelarios.


Así, los presos van y vienen libremente por las calles: de las celdas a la cancha, de la biblioteca a la cafetería, sin más limitaciones que el extenso cerco perimetral. Aunque existen excepciones. Hoy, feriado, la bicicleta de Roy quedó atada al alambrado de la entrada, su estacionamiento habitual. Roy tiene 34 años. Condenado por varios delitos contra la propiedad, es ante todo “por rebelión contra el sistema” que este hijo de una abogada terminó privado de libertad.

Cada mañana, se sube a su bicicleta, pasa las puertas de la cárcel y recorre los veinte kilómetros que le separan de la Universidad de Montevideo. Allí, estudia ingeniería. “El primer día de curso, cuando me fui, los otros presos empezaron a apostar. Todos pensaban que jamás volvería. Todos perdieron…”. Junto con Ricardo, estudiante de enfermería, son los únicos que pueden salir del recinto de la prisión cada día.

Pero los medios faltan cruelmente. Muy seguido, ambos tienen que saltear el almuerzo por falta de dinero. El mismo problema con los libros y el material escolar. “A veces, amigos de infancia vienen a visitarme a la salida de las clases. Cuando les digo que ni tengo para pagarme el boleto de colectivo, me ofrecen droga para que la venda. ¡Sería tan fácil! Verdaderamente lo necesito”, lamenta Ricardo subrayando los límites del sistema implementado en Punta de Rieles.

“Estamos muy lejos de las modernas cárceles de los Estados Unidos o de Europa del Norte. Funcionamos con un presupuesto mínimo. Lo hacemos todo a pulmón”, deplora Luis Parodi. Sin embargo, la fórmula propuesta por Punta de Rieles parece funcionar. Los códigos tradicionales de las prisiones se van quebrando a lo largo del tiempo. Aquí, se saluda, se toca, se abraza. La violencia se difumina y las sonrisas vuelven con la confianza. La palabra se libera y muchos son los presos que evocan sin problema su pasado, sus angustias y sus miedos.

Pasadas las cinco, la noche cae sobre Punta de Rieles como un manto glacial y húmedo. Los comercios cierran las puertas y todos vuelven a sus celdas para el relevamiento. Los televisores se encienden y los pasillos se abarrotan con los detenidos que van y vienen, de la sala de ducha a sus celdas. El día se clausura en un alegre desorden.
Es hora de ir a dormir. Los más cansados caen directamente en los brazos de Morfeo. Los sueños convergen, hacia este día tan especial que les tocará, en algún momento. Lo llaman “El día después”. El de la salida y del enfrentamiento con un exterior que, a pesar de los años, habrá cambiado menos que ellos. Un mundo que, al pasar la puerta de la cárcel, tendrán que enfrentar solos.



Datos preocupantes en los dos países


◆ Población carcelaria total en Argenitna y Uruguay: Argentina: 70.000/Provincia de Buenos Aires 37.000 (2014, fuente SNEEP)
Uruguay: 10.000 (2014, fuente INR). Si tomamos la población general del país, en Argentina hay 152 presos cada 1000 habitantes
mientras que en Uruguays son 300 cada 1000 habitantes
◆ Fugas: Se considera que en la Argentina hay casi unos 3000 fugados en líneas generales. No hay fuentes oficiales en este sentido, pero digamos que Clarín señaló que hubo 134 fugados en 2013, mientras que fuentes oifciales de Uruguay señala que son menos de 15 por año (fuente: director de coordinación de unidades de máxima y mínima seguridad, Rolando Arbesun, INR).
◆ Reincidencia: En Argentina: 28% (entre reincidentes y reiterantes. 2014, fuente SNEEP), mientras que enUruguay: 57% (2014, fuente INR). Punta de Rieles: 2,7% (cifra no oficial) Uruguay no ofrece alternativas al encarcelamiento durante el proceso.

El rey de la polla

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